‘El faro de todos los días’

Abrieron todas las puertas, abanicaron las ventanas y se drogaron aspirando el yeso fresco del cuarto de baño. Les encantó que la cocina tuviera baldosas blancas y el comedor, balcón con vistas al mar. Era un piso perfecto y ellos se sentían enamorados como una canción del Dúo Dinámico. Corría el año 1973 y el banco les concedió un crédito sin demasiados problemas. Para pagarlo, Antonio empezó a producir lavadoras en una multinacional donde le centrifugaron el entendimiento hasta convencerle de que debía hacer horas extras.

Después de aquello, apenas le quedó tiempo libre, pero el sacrificio valía la pena: el piso era más que perfecto. Tres meses antes de la boda, Isabel dejó de coser en la fábrica de tejanos y dedicó todos sus esfuerzos al apartamento, a repasar sus esquinas y a taparlas luego con cortinas de encaje, jarrones botánicos y enciclopedias de cartón piedra. Cuando se casaron, las habitaciones ya habían perdido sus sugerentes ecos e imitaban sin disimulo al escaparate de la tienda donde compraron los muebles. No obstante, la joven pareja vivía feliz en su microcosmos, tanto que nunca salía de él para poder disfrutar al máximo de sus recién estrenadas costumbres.

A los dos años de matrimonio, Antonio e Isabel seguían sin sufrir grandes sobresaltos, aunque ambos percibían que sus hábitos habían cambiado hasta hacerse acompasados y, por momentos, incluso mecánicos. Decidieron atribuirlo a la placidez de la vida conyugal y no otorgarle más importancia.

Pese a todo, algunas veces, cuando pasaban juntos más tiempo del que solían compartir a diario, un extraño desasosiego les trastornaba el gusto, pero pronto lo ahuyentaban gracias al sedante sopor que los invadía siempre que se instalaban en el sofá. Se debía al influjo del faro, que cada noche penetraba las cortinas del salón con su baile de relámpago.

La luz, borracha de olas, daba vueltas de peonza y se colaba entre las cenefas de ganchillo al ritmo de uno-uno-pausa, dos-dos-pausa, dos largo. Aquel foco marino iniciaba su sinuosa danza al atardecer y durante las horas siguientes concedía a los movimientos de Antonio e Isabel la belleza azulada de los televisores nocturnos vistos desde las aceras. Pero también los castigaba con su monotonía de costalero y, sin que ellos lo advirtieran, actuaba como un mando a distancia que determinaba la cadencia de las cucharadas en la sopa, la frecuencia de las caladas de los cigarros y la velocidad de Isabel al hilvanar dobladillos.

Todo, absolutamente todo lo que acontecía entre las cuatro paredes del comedor parecía llevarse a cabo bajo estado de hipnosis, y transcurridos otros cuatro años, los esposos semejaban sonámbulos de trapo, cuyas voces retumbaban como desganadas letanías al conversar.

Un lustro después, Isabel y Antonio ya se habían convertido en los protagonistas de su particular película muda, y la interpretaban con idéntico argumento una sesión tras otra, cada día, de nueve a una. Al final acabaron por vivir presos la mayor parte del tiempo y ni siquiera al cruzar el pasillo, camino del dormitorio, podían liberarse del encantamiento. Allí eran el reloj y sus ruidos despertadores quienes los iban separando por segundos, hasta que la distancia entre sus apáticas espaldas creció tanto que, a menudo, temían amanecer abrazados a sus respectivas mesitas de noche.

Para entonces, Isabel no recibía más caricias que las de su peluquera las veces en que le lavaba el cabello e insistía en masajearle los sesos para relajarla, un placer al que pronto se hizo adicta y que convirtió su melena en un centro experimental que todos los viernes lucía compacto bajo una capa de pestilente laca. Sus peinados, lejos de atraer a Antonio, le provocaban una angustia atávica. El hombre odiaba aquellas químicas de tal manera que los días de permanente se sorprendía a sí mismo añorando el olor de la hidratante verde, un aroma dulzón que, tras veinte años de matrimonio, se le había hecho tan familiar como el suavizante de las camisas.

La situación se hacía cada vez más insostenible y la víspera de sus bodas de plata Isabel decidió aportar una medida desesperada para desmontar aquella rutina que no acertaba a comprender. Se tiñó de rubio extranjero pensando que así se vería más joven. Con ánimos y diferente. Pero cuando se buscó en los espejos no consiguió distinguir más que una imagen que le recordaba a su vecina y a la vecina de su peluquera y a la peluquera de su vecina y a todas las mujeres que platicaban con ella en las colas del mercado.

Antonio ni siquiera vio los pendientes nuevos. El amarillo quemado de la cabeza de su mujer también abrasó sus ojos y a punto estuvo de hacerle llorar entre las sábanas. Por primera vez en su vida dormía con una completa extraña. De repente, se sintió solo como un niño a oscuras y se sujetó el vientre con los brazos cruzados mientras que sus ojos, absurdamente abiertos, vigilaban el crujir de los armarios y el viento en las persianas.

No pudo soportarlo y se levantó. Caminó a tientas por la habitación hasta llegar al corredor y después se dejó guiar por una luz intermitente que le permitió marcar el paso de sus pies descalzos. Poco antes de alcanzar el sillón, el faro y él tropezaron en las sombras. Jamás había reparado en su fuerza. Aquel voyeur siempre había estado ahí, dominante y tramposo; pero él había vivido demasiado pendiente de sus miserias y no había sabido protegerse.

En ese instante, la puerta del cuarto se oyó chirriar a lo lejos, y Antonio corrió a tumbarse en el diván. Isabel avanzaba despacio hacia el salón. Las chanclas se arrastraban tímidamente por el suelo con la parsimonia de los zapatos sin tacón y Antonio tuvo tiempo suficiente para improvisar una posición que le ayudara a fingirse dormido.

Sus párpados lo traicionaron y no dejaron de temblar como malos actores, Isabel se acercó a besarlos. Primero olisqueó el izquierdo y después paseó los labios por el que parecía más triste. Su marido aspiró la tersura de la hidratante verde y se sintió de vuelta a algún lugar. Sin embargo, permaneció quieto durante unos segundos más, esperando, hasta que los dedos se le escaparon, locos por deshacer cada uno de los rizos de aquella mentirosa cabellera. Cuando acabó, la luz del faro los había vuelto azabaches y notó que se le dibujaba una sonrisa antigua.

El peso de Isabel se repartía sabiamente sobre su cuerpo. Uno-uno-pausa, dos largo. Jamás habían conseguido bailar sin perder el compás y ahora hasta las cortinas sabían ondear ligeras y desinhibidas bajo aquella tormenta de luz. Las veía al revés, con la cabeza reposando en el brazo del sofá y los ojos ciegos de sorpresa. El dos fue más largo que nunca.

– Me gusta este baile -dijo Isabel.
– No está mal, pero es un poco raro…
– No más que tú.
– Yo no soy el raro; son las cosas las que se vuelven raras.
– ¿El amor, quieres decir?
– Supongo que sí…
– ¿Por qué no lo aceptas, Antonio? Admite que el amor es esto, algo tan simple como un movimiento…
– No te líes, cariño. Lo del amor es un cuento.
– Pues cuéntame otro antes de dormir.

Editorial: Opera Prima
Año de edición: 1999
206 páginas
ISBN: 84-89460-93-0

En nombre del amor se unieron en los dos volúmenes que componen esta antología de relatos inéditos, publicada por la editorial Opera Prima en noviembre de 1999, algunas de las voces más reconocidas de la nueva literatura española.
 

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