Los cínicos llaman ahora a los jóvenes a rebelarse

¡Lo han vuelto a hacer, sí! La convocatoria de Democracia Real Ya suma un nuevo éxito. La gente se han congregado durante toda la noche y conoce sus derechos, cuentan con asistencia legal y prometen resistir. A cuatro días de las municipales, han logrado un gran impacto. Así que los políticos y los medios tradicionales están obligados a hablar de ellos, de los que acampan y de los que protestan, de los que dicen NO al bipartidismo, entre otros. Algo que pone nervioso incluso a los dirigentes de los medios de comunicación en este panorama de trincheras, donde los periodistas juegan a menudo a jefes de prensa de los partidos que defienden mediante titulares patéticos.
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Indignación de una ciudadana con cáncer ante los recortes en la Sanidad pública

Magda Bandera // 2 de marzo de 2011 Sé que tengo cáncer de mama desde hace cinco meses. Todo va bien y el tumor reaccionó a la medicación satisfactoriamente desde el primer momento. Pero todo podría ser mucho más sencillo ahora si me lo hubieran detectado 10 meses antes, cuando fui a hacerme una ecografía para controlar mis quistes. Desde entonces, he acudido a tres médicos más -en total, dos privados y dos de la Sanidad pública-, porque sabía que algo no funcionaba bien. Su respuesta siempre fue que me tocaba sufrir, “los quistes son así”, y vieron innecesaria –o cara- hacerme una mamografía. Un cúmulo de negligencias y listas de espera, y supongo que una dosis de mala suerte, ha hecho que mi cáncer llegara a ser “localmente avanzado”. Pero el momento clave fue julio del año pasado, cuando descubrí que tenía un ganglio axilar muy inflamado y corrí al médico de la Seguridad Social. Según el facultativo que me atendió, era “probablemente benigno”. Ante mi insistencia, encargó una ecografía que debían hacerme cuatro meses después, maldita lista de espera. “Te la harán cuando probablemente ya no lo tengas”, predijo el doctor.
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Documental sobre la obsolescencia programada

«Un artículo que no se estropea es una tragedia para los negocios», podía leerse en una revista estadounidense a finales de los años 20. El capitalismo necesita programar la obsolescencia de los productos para seguir fabricando sin límites. El problema es que el planeta los tiene. Hasta aquí nada nuevo, aunque apenas nadie haga nada para cambiar esta realidad. La directora Cosima Dannoritzer sí ofrece varias novedades. En su documental «Comprar, tirar, comprar» (que se emite hoy en TV3 a las 23.57 h, en Sense ficció, y en TVE el 9 de enero, «coincidiendo con el inicio de las rebajas», según la cadena), aporta datos sobre cómo la industria empezó a acordar la caducidad de los productos de consumo desde principios del siglo pasado. En algunos casos, como el de las bombillas, esta práctica llegó a los tribunales. Algo que sucedió recientemente con Apple, cuyas baterías para los Ipod duraban pocos meses a propósito según la abogada que presentó una demanda colectiva que obligó a la compañía a asegurar que durarían 2 años de vida. El panorama sería deprimente si no fuese porque algunos de sus entrevistados ofrecen alternativas. Desde el ingeniero capaz de repensar toda una fábrica para que los ingredientes usados para producir telas sean nutrientes que imiten la naturaleza (y que está en funcionamiento en Suiza) hasta el ejemplo de Marcos, un informático que no se resigna a que su impresora «muera» por las buenas y acaba descubriendo que contiene un chip programado para que se detenga al alcanzar un número determinado de páginas. Con la ayuda de un internauta ruso, Marcos logrará reprogramar el chip y vencer a todos aquellos servicios técnicos que le aconsejaban tirar la impresora y comprarse una nueva, «porque le va a costar más repararla». Todos esos residuos van a parar a países del Tercer Mundo, en la mayoría de los casos de forma ilegal. El vertedero de Ghana que Dannoritzer muestra en su filme es desolador. Donde discurría un río precioso y sano hace pocos años, ahora sólo serpentean los cables y las llamas de las fogatas que encienden los niños para quemar los plásticos y quedarse con los metales. Actualización del 17/12/2010

Para ver el documental (en catalán): Televisió a la carta Proximamente, el día 9 de enero (domingo), se emitirá en versión castellana en TVE (22h).

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Abuso policial contra prostitutas del Raval

El pasado jueves, a las 16.50 h, nada más llegar a la calle Sant Ramon, en el barrio barcelonés del Raval, vi cómo dos policías que venían en una furgoneta de la Guardia Urbana se despedían de otros dos compañeros a los que dejaron en la esquina donde yo estaba, justo en el cruce con la calle Sant Pau. Había acudido allí porque quería ver el ambiente tras la gran redada de la madrugada del miércoles, cuando una operación conjunta de la Guardia Urbana, los Mossos d’Esquadra y la Policía Nacional logró liberar a una chica nigeriana de 15 años obligada a prostituirse. Me fijé en los agentes porque el copiloto, que estaba a poco más de un metro de mí, dijo en tono de guasa «Qué martirio, qué martirio» a modo de despedida. Entonces el vehículo empezó a circular muy lentamente entre las prostitutas que estaban bastante aletargadas por el calor y descansaban en los portales e incluso en la acera de esta estrecha calle, casi peatonal. Al llegar a mitad de la calle, justo al lado de una tienda de móviles, vi cómo salía un chorro de gas pulverizado de la ventanilla del copiloto. Por un instante, ingenua de mí, llegué a creer que se trataba de agua, porque lo dirigió a un grupo de chicas que estaban charlando entre ellas tranquilamente. A sus pies dormitaba un hombre subsahariano muy conocido en el lugar. El ambiente era de calma total hasta ese momento. El efecto del spray, similar a los llamados antivioladores, produjo efectos inmediatos: Ojos irritadísimos, muchas lágrimas, cierta dificultad para respirar y nervios. Los afectados se alejaron corriendo del lugar.
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Tres vidas tras el niqab

PÚBLICO. «Lo flipo. En todo el año pasado, mi madre sólo se puso una cosa de negro. Le gusta ir de colores», explica Kautar, de 10 años, con los ojos fijos en las fotos que repasa en el ordenador. Es hija de Zohra Nia, una de las tres mujeres que lleva niqab en El Vendrell, un municipio de Tarragona de 35.000 habitantes que el pasado 11 de junio votó a favor de prohibir su uso en instalaciones municipales. «Busco fotos de castells [castillos humanos]. Mis hermanos y yo estamos en el grupo de mi pueblo. Yo soy la anxaneta, la que saluda desde arriba. Una vez, mientras subía, todos temblaban y me pidieron que bajara, pero dije que no y que no. Y lo conseguí. Después dijeron: ¡Qué narices tienes! Eres una campeona'».

Zohra sonríe al escuchar a la niña. Le da miedo que suba tan alto, pero «se lo pasa muy bien y así se integra», dice. Está sentada en el salón de su casa, con ropas cómodas y el rostro descubierto. A pesar de llevar siete años en España, el castellano de esta marroquí de 38 años no es fluido y prefiere que su amiga Hanane traduzca.

Pese a llevar varios años en España, ninguna habla bien el castellano

Las dos mujeres acaban de volver de pasear. Es mediodía y se les ha hecho tarde. Por eso, Abdel, de 16 años, ha decidido hacer la comida: «Aprendí a cocinar porque a veces venía tarde de balonmano y no había nada. Y pensaba: ¡Joder, con el hambre que tengo!». Sara, la mayor de los cuatro hermanos, confirma que lo hace bien. Tiene 18 años y cubre su cabello con hiyab desde los 15.

Tan pronto como Zohra supo que El Vendrell se planteaba la prohibición, decidió explicar por qué cubre su rostro ante la presencia de un hombre que no es de su familia o para salir a la calle: «Dicen que es un símbolo de esclavitud y que quienes lo llevamos estamos sometidas, pero el velo no se puede imponer. En mi familia nadie lo usa, pero a mí me gustó desde niña y me lo puse a los 18 años. Para mi marido fue una sorpresa, pero si le gusté con hiyab también tenía que gustarle con niqab. Es cosa mía, mi modo de vivir mi fe».

Hanane se va tras insistir en la necesidad de dejar de hablar del niqab y trabajar por la convivencia. «Hay miedo a lo desconocido y es lógico, como también lo es que se prohíba el niqab en los espacios municipales. Zohra no tendrá problemas, porque siempre se ha descubierto para identificarse cuando ha ido al centro cívico o al ayuntamiento. Otra cosa sería prohibirlo en la calle. Entonces no saldría», dice. Y sería una pena, porque le encanta ir a ver castells y animar a su hijo cuando tiene partido.

«Si prohibieran usarlo en la calle, Zohra no saldría», dice su amiga

De repente, Doua, de 6 años, aparece en el salón con una cámara de plástico. Juega a grabar a la familia. «Es que ahora mi madre es famosa», dice Abdel. Sin embargo, algunos vecinos aseguran que nunca la han visto y parecen incómodos al hablar de ella. Todo lo contrario que a la propietaria de la frutería de su calle, que la llama por su nombre.

Zohra quiere demostrar que ha elegido libremente usar el niqab. «Han ido a preguntarle a mi marido a la mezquita y él les ha dicho que me pregunten a mí, que para eso soy la que lo lleva. Entiende mi lucha», argumenta. Ahora son sus hijos quienes se alternan en la traducción. Zohra sonríe ante los comentarios sobre su collar azul, de cuentas de plástico gigantes. Combinan con el estampado de su falda. Y con el de su blusa, aunque ambos no tienen nada que ver entre sí y le dan un aire de zíngara. «Me encantan los colores. Por eso intento modernizar el niqab. También busco ropas que dejen ver que soy una mujer y que no llevo nada oculto. Entiendo que la gente pueda tener miedo si no saben qué hay debajo del velo, pero nunca he tenido problemas», añade.

Finalmente, llega el pan y Sara presume de que lo ha hecho su madre en el horno que tienen en la terraza: «Las baguettes se han puesto muy caras». El padre, herrero de profesión, tiene poca faena últimamente. «La crisis…», suspiran. La joven intentará echar una mano pronto. En septiembre empezará un curso de puericultura y luego buscará trabajo o estudiará enfermería.

Algunos vecinos dicen que nunca han visto a Zohra. El tema les incomoda.

El pan se convierte en cubierto en las manos de Abdel. «A mis amigos de castells les he enseñado a comer así. Los invitamos a la fiesta del cordero», recuerda. Su madre remarca que a la familia le encanta «que vaya gente a casa, hermanos musulmanes y hermanos que no lo sean».

Vuelve a decirlo al día siguiente, cuando el fotógrafo va a retratarla. Pero entonces su aspecto es totalmente distinto. Cuesta recordar el rostro de la mujer de risa fácil que sólo unas horas antes prometía apuntarse a un curso de español para comunicarse mejor.

Zohra ha preparado té y dulces caseros. Además, ha envuelto dos panes para sus invitados. Aún están calientes. Antes de despedirse, pregunta: «¿Hoy no te quedas a comer? He cocinado yo».

La única mujer que lleva velo integral en Cunit vive cerca de la playa de esta localidad turística de Tarragona, de 13.000 habitantes, y suele vérsela en el parque con sus hijos. Sin embargo, en el ayuntamiento, que votará el día 28 una moción para prohibir su uso, ni siquiera saben si usa burka o niqab. «Sólo sé que va toda de negro y que incluso lleva guantes», explica un técnico. Sí conoce las razones por las cuales la senadora y alcaldesa, Judith Alberich (PSC), decidió impulsar la moción. «Más allá de la realidad que exista ahora mismo, rechazamos el burka porque atenta contra la igualdad de las mujeres», repite.

Lo mismo opina Remei Dorado, una estudiante de Derecho de 20 años que lee en una terraza. «No se trata de prohibir su uso por un problema de seguridad ciudadana, sino de visibilidad de la mujer musulmana», argumenta. A continuación, señala la calle donde vive: «No se relaciona con nadie. No abrirá la puerta».

El marido de Fátima dice que se relaciona con sus parientes y amigas

Poco después de llamar al telefonillo, aparecen unos ojos envueltos en las cortinas de una ventana. Al cabo de unos segundos, asoma la cabeza de un hombre. «Mi mujer no entiende el idioma», aclara, y se ofrece como traductor.

Fátima, marroquí de 26 años y tres hijos, oculta su rostro y silueta bajo un niqab negro desde que se casó, hace ocho años. La razón la explica su marido: «Una mujer buena y joven está más tranquila tapada cuando va por la calle y hay mezcla de hombres y mujeres, así no la molestan. Con la médica y en el ayuntamiento sí se lo quita para que la identifiquen», asegura. Y aprovecha para preguntar si también se prohibirá llevarlo en la calle. Está «preocupado».

También tiene respuesta para explicar por qué Fátima no habla una palabra de castellano. «En casa sólo usamos el árabe y no tiene tiempo para ir a cursos. Los niños dan mucho trabajo, pero el mayor va a enseñarle el idioma. La médica siempre insiste en que tiene que aprender», dice. Fátima sonríe. Apenas ha susurrado un par de monosílabos durante toda la conversación. En casa, viste ropas frescas y claras. Sobre el cabello, un pañuelo.

Los bares del barrio de Saleha están llenos de hombres exclusivamente

¿Entonces con quién se relaciona? «Con sus amigas marroquíes y con la familia, tenemos parientes cerca. Sale mucho. Cuando se queda tres días en casa, se pone nerviosa», cuenta. Mientras, su hijo menor juega en las escaleras. «¿Ves? Dan mucho trabajo», dice el padre.

La mayor parte de los bares de Campclar, un barrio en las afueras de Tarragona, están llenos exclusivamente de hombres el jueves por la tarde. Es muy probable que siempre sea así, porque en algunos de ellos ni siquiera hay baño de mujeres. Beben té a la menta, y juegan al parchís y a las damas, pero la mayoría ve el partido del Mundial entre Nigeria y Grecia. Cuando marca Kalu Uche todos los marroquíes gritan: «¡África, África!».

Sentadas en una de las plazas que separan los edificios pintados de azul, un grupo de gitanas jóvenes opina sobre el niqab de su vecina. «Da miedo verla tan negra, y con este calor», dice una. Otra le hace un guiño y en tono guasón se ofrece a ir a buscarla «con un cuchillo de 50 centímetros, que el barrio es peligroso». Ya en serio, afirma que debería descubrir su rostro, «porque los tiempos han cambiado. Además, así se verá si tiene moratones». En seguida se autocorrige y pide que la respeten: «Estas cosas no se pueden obligar. Las mujeres tradicionales necesitan su tiempo».

Su aspecto cambia totalmente ante el fotógrafo. Cuesta recordar su sonrisa

Saleha abre la puerta con gestos lentos y media sonrisa. Su rostro, redondo y pálido, es similar al de su hija mayor. Pronto salen al rellano su sobrino veinteañero, que está de visita, y otro de los tres hijos de esta marroquí de 31 años, que llegó a España hace 12.

Su castellano es precario, pero entiende las preguntas e indica a su sobrino qué debe traducir: «Que no digan que mi marido me obliga a ponerme el niqab. Empecé a usarlo por voluntad propia cuatro años después de casarme y soy viuda desde hace cinco. A mí no me manda nadie». ¿Sus razones? «Por motivos religiosos y para ir más tranquila por la calle. A veces noto que cuchichean a mis espaldas. Pero me da igual. Yo hago mi vida».

Y no es fácil. Le cuesta mantener a toda la familia con la pensión de viudedad. El padre murió en un accidente laboral. «Era albañil», explica la niña. El sobrino sigue en segundo plano. Al preguntarle si cree que está aumentando la islamofobia, encoge los hombros con una sonrisa.

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